jueves, marzo 16

Confusión, sonrisas y lágrimas.

Esta mañana no ha hecho falta que Pitín y yo desmontáramos la tienda de campaña en la que nos alojábamos interinamente pues nos la habían robado durante la noche. Cuesta imaginar a quién pueden interesar los barrotes metálicos a que había quedado reducida después que unos vándalos nos la quemaran varios días atrás, aunque en estos tiempos de precariedad cualquier bien ajeno es preciado.

Quizá los ladrones han aprovechado que Pitín y yo hemos andado ocupados defendiéndonos de los chuchos que sobrevivieron al bombardeo de la perrera que, famélicos sin duda, intentaban masticarnos los tobillos y otras partes del cuerpo. Hubiéramos zanjado el asunto con menos dificultades si la carta municipal pro-derechos de los animales no castigara con prisión cualquier gesto hostil contra los perros.

En todo caso Pitín y yo hemos recogido nuestros dispersos objetos personales y hemos tomado un taxi para ir al hotel donde se aloja toda la prensa.

El taxista ha resultado ser un inmigrante que vino a la ciudad huyendo del mundo rural y, por lo que parece, su situación desde entonces no ha hecho más que empeorar. Según él, en esta región Separatista, los taxistas son poco más que esclavos, acribillados a impuestos y multas, parias que ven impotentes cómo los líderes políticos lavan el cerebro de sus hijos y los transforman en máquinas que denuncian a sus padres por cualquier minucia.

Mientras escuchaba su sangrante relato he observado con inquietud que volvíamos a pasar por tercera vez por el mismo sitio. Después de poner a caldo al ayuntamiento, a las autoridades Separatistas, a los funcionarios, a los profesionales liberales, a los trabajadores por cuenta ajena y a varios cantantes de éxito nos ha preguntado a dónde nos tenía que llevar.

Al cabo de un rato hemos pasado por un barrio periférico donde eran evidentes los estragos causados por los bombardeos. Varios edificios en ruinas y socavones por toda la calle. Sin embargo el taxista nos ha informado que allí no había caído ninguna bomba sino que era culpa de una explosión provocada por una anciana que había encendido un puro junto a una bombona de butano. Según parece, los socavones son fruto de las obras de mejora del metro, que ya se han llevado por delante varias manzanas.

Tras recorrer muchos kilómetros de forma francamente aleatoria hemos llegado al hotel Le Royal. El precio de la carrera me ha obligado a extenderle al taxista un cheque. Lo ha cogido y ha salido de allí pitando.

En recepción, una nube de periodistas departía en corrillos. Nos hemos acercado a recepción y la señorita del mostrador nos ha asignado la habitación 1714. Un poco sorprendido le he preguntado si nuestra cadena no había pagado por dos habitaciones individuales y me ha respondido que no y que hiciéramos el favor de pagarle en metálico y por adelantado.

Mientras cavilaba sobre qué tipo de malentendido se podía haber producido para que la cadena no hubiera previsto nuestro alojamiento la señorita me ha informado de que, dada la coyuntura, no aceptaban moneda nacional pero que podíamos pagar en dólares, en libras esterlinas, en sucres, en dongs o en maravedíes.

Mientras subíamos en el ascensor Pitín y yo hemos guardado un ominoso silencio.

He perdido el sorteo para ver quién de los dos se quedaba con la cama individual y quién con el plegatín. He aceptado la derrota con deportividad pero me han dolido las muestras de júbilo excesivas de Pitín, sobre todo los cortes de mangas mientras gritaba: “Toma, toma, toma”.

Durante toda la tarde he estado preparando la crónica para el informativo de la noche y no he salido de la habitación. Sin embargo Pitín ha ido a la azotea, a buscar la localización idónea para la conexión y se ha llevado el bañador, la toalla y las gafas de sol.

Hacia las ocho, no habiendo regresado mi cámara, he decidido hacer las pertinentes pruebas de vestuario para la conexión en directo. Entonces he caído en que aún nadie nos había subido el equipaje a la habitación.

Ligeramente molesto he bajado a recepción para averiguar qué pasaba y la señorita me ha informado de que la normativa municipal prohíbe explícitamente cualquier trabajo denigrante, como subirle las maletas a un par de pelanas.

He localizado nuestro equipaje en el hall. Los periodistas de Reuters estaban jugando al fútbol con él. Afortunadamente ninguno de los bultos había sufrido desperfectos y he conseguido arrebatárselos y arrastrarlos hasta el ascensor. Los periodistas han continuado el partido con una lámpara de alabastro, aunque me interesa relativamente poco.

Tras varios viajes he conseguido introducir todo en la habitación: seis maletas mías y los catorce baúles de Pitín. He recordado que debo llamar al aeropuerto para ver si ya ha aparecido la bolsa de viaje que me extraviaron. Espero que no me hayan tocado los esquís.

En esto ha llegado Pitín y me ha informado que la cadena ha suspendido nuestra crónica en directo porque esta noche televisan un resumen de lo mejor de la Final Four de la Euroliga.

He ido a llorar al lavabo un rato.

Ni siquiera he acompañado a Pitín a cenar. Me he quedado montando el plegatín. Mañana será un día intenso y tendré que estar fresco para entrevistarme con los militares del Ejército Nacional.

Mientras hago una pausa para evaluar qué estoy haciendo mal con el plegatín rebusco en mi equipaje y me enchufo el iPod para que el bueno de Phil Collins me temple los nervios y, de paso, ahogue los aullidos de los perros.

¡Qué a gusto voy a dormir esta noche! Una cama blanda y un sueño reparador.